Una mañana de domingo no hay paz en este barrio. Pregunten a cualquier residente de Harlem y siempre escucharán esta misma frase. Harlem es el barrio del que todos los neoyorquinos hablan, pero rara vez visitan. Con los turistas, sin embargo, pasa todo lo contrario. Fascinados con la historia de la comunidad negra, con las calles donde se gestó la capital cultural de los afroamericanos, hogar de Duke Ellington, de las primeras actuaciones de Ella Fitzgerald y Michael Jackson, no hay guía que pase por alto el barrio negro, cuyos habitantes y políticos locales se han empeñado en devolverle los días de gloria de la llamada “Harlem Renaissance”.
Al este, el Harlem hispano; en el centro, el negro; al oeste, el blanco. Irlandeses, italianos, dominicanos, haitianos, puertorriqueños y todas las nacionalidades del continente africano conviven entre los ríos East y Hudson y entre las calles 110 y 160. Lejos quedan ya aquellos años en que su dorada reputación se vio totalmente eclipsada por el crimen y la pobreza. Harlem vuelve a atraer a negros de clase media, artistas, profesionales blancos y, sobre todo, muchos turistas. Europeos en su mayoría. Así que sólo hace falta subir una mañana de cualquier domingo a la calle 125, la arteria principal, para ver a sus habitantes vestidos con sus mejores galas, hombres y mujeres ataviados con sombreros y abrigos de otra época que pasean, charlan y entran a la iglesia para disfrutar del servicio dominical. Y de la música gospel.
A veces también se enfadan. Tanto visitante altera sus domingos, como cuando en una reciente mañana 200 turistas esperaban en la puerta de la famosa Abyssinian Baptist Church y uno de los encargados de controlar las visitas les dio la mala noticia: no había suficientes sitios para todos. “Vayan a otra iglesia a la vuelta de la esquina, disculpen”. Cuatro turistas suecos se negaron a moverse. “¿No nos podemos quedar?”, preguntaron. “Esto es una iglesia, no un juego”, contestó el encargado. Pero lo que realmente les preocupaba a los suecos era seguir paso a paso cada negrita de su guía: era la Abyssinian o nada. Así que el hombre se cansó de intentar convencerlos y los dejó pasar. “Esto se está poniendo imposible…”, murmuró.
El número de extranjeros en las iglesias de Harlem ha crecido tanto en los últimos años que se ha convertido en una suerte de parque temático eclesiástico. Los autobuses escupen a cientos de turistas en temporada alta –que para la ciudad de Nueva York es casi todo el año– armados con cámaras, vaqueros y camisetas, sentados en los balcones del segundo piso, separados de los feligreses que ocupan los bancos de la iglesia con sus impolutos trajes. Y la experiencia resulta un fiasco para quienes buscan algo más “auténtico”, si es que hay algo auténtico en pasar unas pocas horas en Harlem. Ahí va el primer consejo: no paguen un tour por ver una misa gospel. Cojan el Metro y entren a cualquier iglesia sin turistas, que también las hay y hasta hacen gospel a ritmo de rap.
Siguiendo con la gran fascinación de los blancos por las misas negras, la mayoría asegura acudir por enriquecimiento personal. Y muchos feligreses afirman sentirse honrados por el interés en su estilo de vida. Pero no todos tienen la misma opinión. “La gente no va sólo por la religión –explica al diario The New York Times Patricia J. Williams, profesora negra en Columbia, la universidad del West Harlem–. Van por el show. Parece que los blancos están de safari y sólo les falta el sombrero. En este país –continúa– siempre ha habido gran interés por los rituales negros, sobre todo en el sur. Y en todo el mundo los turistas ven la religión como una ventana más accesible y teatral para conocer otra cultura”.
En cualquier caso, las escenas en las iglesias de Harlem que Williams visita esporádicamente le molestan, describiéndolo como una especie de “voyeurismo racial” que sería difícil imaginar al contrario, con grupos de negros colándose en una sinagoga del Upper West Side un viernes por la noche.
“Para ellos es sólo un show. Me pregunto qué hay detrás de todo esto”, comenta una anciana en el mismo artículo del diario neoyorquino. Lo que hay detrás para los turistas españoles, alemanes o nórdicos es conocer una realidad que no existe en sus países. Y lo que hay detrás para las congregaciones, además de reflejar una imagen positiva de la comunidad negra y de predicar la palabra de Dios, son los beneficios que les dejan los touroperadores, que donan unos cinco dólares por cabeza cada vez que aparcan un atestado autobús.
Y bueno, al fin y al cabo, las impresionantes hordas de turistas constituyen un síntoma más del llamado “Nuevo Renacimiento” de Harlem, en referencia a los años 20 y 30, cuando explotó The New Negro Movement, después bautizado como “Harlem Renaissance”.
Este “segundo renacimiento” se traduce en los nuevos planes urbanísticos puestos en marcha a finales de los 90. Por primera vez en décadas hay un intento serio de revitalizar el barrio a través de los acuerdos entre la comunidad afroamericana, el ayuntamiento y los inversores privados. Así, además de nuevas viviendas, se han invertido 300 millones de dólares en diferentes proyectos y hay más de 30 iniciativas aprobadas. Algunas, como el enorme centro comercial Harlem USA, en la calle 125, ya funcionan.
Otras, como la reapertura del legendario club de jazz Minton’s Playhouse (210 West 118th. Street), se están alargando demasiado –el local donde tocaron Thelonius Monk, Count Basie y Dizzy Gillespie, cerrado desde principios de los 70, abrirá supuestamente a final de año en el Cecil Hotel, su lugar original–.
“Harlem siempre ha sido una meca, pero durante años nadie quería subir porque tenían miedo”, comenta Elinor Tatum, la editora de la publicación semanal Amsterdam News, que cuenta con casi 100 años de historia en Harlem. Ahora nadie tiene miedo. Se acabaron los robos y los crímenes. Nueva York es la ciudad más segura de Estados Unidos y todos sus barrios se benefician de esa placentera seguridad. Y mientras son muchos los que agradecen la inyección económica y los nuevos negocios, otros creen que los cambios podrían acabar con su esencia, temerosos de que la última zona de Manhattan con espacios vacíos para construir se convierta en otro Downtown. De momento ya se está levantando el primer rascacielos al norte de Central Park, con un hotel de lujo, lofts, espacio comercial y oficinas. Pero también ha traído voces de protesta: las que afirman que nadie en Harlem puede pagar los altos precios de la nueva torre, quejándose de que esta revitalización podría echar a muchos residentes de toda la vida. “En la actualidad, ‘renacimiento’ significa negocio inmobiliario. Ya no es un término para describir un resurgimiento intelectual, cultural o educacional”, apunta el concejal Bill Perkins.
Los constructores aseguran que hay demanda para más alojamientos y apartamentos que acomoden a la clase media que se está mudando a Harlem. Y ya hay propuestas para levantar otros alojamientos exclusivos, como un W Hotel, de la cadena Starwood, que, tras una inversión de 103 millones de dólares, se inauguraría con 153 habitaciones a dos pasos del mítico Teatro Apollo. O para rehabilitar el Victoria Theater, también en la 125, un hermoso teatro que terminó como multicine en 1987 para cerrar definitivamente dos años después. Hace unos meses se convocó un concurso para convertirlo en un centro de entretenimiento, hotel y complejo residencial.
Así está Harlem en el 2005, entre el nuevo renacimiento y el mercado inmobiliario, los clubs de jazz, la comida sureña, la comunidad africana montando puestos al aire libre y las misas gospel. Su nombre procede del holandés “Nieuw Haarlem”, tal y como lo bautizaron sus primeros colonos en 1658. Seis años después cayó en manos británicas e intentaron cambiarlo por “Lancaster”. Pero el intento no cuajó. Las protestas lo evitaron y lo único que consiguieron fue quitarle una a para que sonara más anglosajón.
Todavía tierra de granjas a principios del siglo XIX, Harlem fue la primera zona residencial a las afueras de Nueva York cuando Alexander Hamilton, secretario del Tesoro, construyó una casa de campo llamada Hamilton Grange, que todavía existe hoy, aunque no en su lugar original. Este privilegio acabó en 1837, cuando se inauguró el Harlem River Railroad. En 1873 la ciudad de Nueva York se anexionó Harlem y poco después se extendieron las líneas de tren, hasta que en 1904 se construyó el Metro de Lenox Avenue. Así, el barrio se hizo mucho más accesible y, a principios del siglo XX, acogió a los afroamericanos que llegaron hasta la calle 135.
Fue entonces cuando Harlem comenzó a florecer con maestros como Duke Ellington o Louis Armstrong lanzando sus carreras en los años 20 y 30. Fue cuando todos los extranjeros querían conocer las interminables noches del Savoy Ballroom, abierto entre 1936 y 1958. O las famosas sesiones del restaurante Sherman’s Barbeque, en la calle 151 con Amsterdam Avenue, donde las Ronettes llevaron a los Beatles en el año 1964 para que los cuatro de Liverpool despistaran a los fans que rodeaban el Hotel Plaza.
Aquel Harlem ya no existe. En los años 20 había 46 clubs de jazz. Ahora sólo queda media docena. Pero sí se han conservado sus históricos edificios y algunos locales legendarios, como el Apollo o el Cotton Club. Este último, inaugurado en 1927 en el 644 de Lenox Avenue con la calle 142, se mudó en 1936 al Midtown y volvió a Harlem en 1978, esta vez al 656 West de la 125, la arteria más comercial. En Central Harlem quedan las verjas pintadas por el artista Franco (para verlas hay que ir muy de mañana, antes de que abran las tiendas), el Apollo (el gran escenario de Billie Holiday, Dinah Washington y Ella Fitzgerald que todavía organiza cada miércoles la “amateur night” que lanzó a los Jackson Five, liderados por Michael) y el Studio Museum in Harlem. Aquí, además de exposiciones temporales sobre artistas negros, está el archivo de James Van Der Zee, que fotografió el día a día del barrio desde los años 20 a los 40. Muy cerca, el National Black Theater monta innovadores espectáculos de música y teatro.
Las dos calles más famosas de esta zona, la 125 y Lenox Avenue, reciben también el nombre de los dos líderes negros más venerados: Martin Luther King y Malcolm X, que fueron asesinados en los años 60 en plena lucha por los derechos civiles. Sus rostros llenan muchos murales en Harlem y sus avenidas acogen varios puntos interesantes como el restaurante Sylvia’s, la reina de la soul food sureña desde 1962, la librería Liberation Bookstore o el Schomburg Center for Research in Black Culture, una institución de la cultura afroamericana donde Alex Haley investigó para escribir Raíces. Ya en el Adam Clayton Powell Jr. Boulevard está localizado el Paseo de la Fama de las grandes figuras negras, donde rinden honores a Duke Ellington o el alcalde David Dinkins. Muy cerca, el distrito histórico de St. Nicholas conserva casas del siglo XIX entre las calles 137 y 139, conocido como Striver’s Row. En el 108 West de la 136, C. J. Walker, una huérfana analfabeta que en 1910 se convirtió en la primera millonaria del país, montó su negocio de productos de belleza. Aquella misma casa serviría para albergar las veladas literarias y musicales organizadas por su hija en la década siguiente. También en Central Harlem se levantan las principales iglesias del barrio: Canaan, Abyssinian, St. Philips y Mother AME Zion Church, que han jugado un papel central en la vida política, económica y cultural de esta comunidad desde hace un siglo.
Al este, las tiendas dejan de llamarse Aretha para lucir nombres como El Paso y las bodegas ponen el color en cada esquina. Es el Harlem hispano, donde viven los puertorriqueños, dominicanos y mexicanos que compran en La Marqueta, el mercado entre las calles 111 y 116, con frutas exóticas importadas del Caribe. También hay haitianos en el East Harlem. Y quedan algunos italianos que comen en Patsy’s las pizzas preferidas de Frank Sinatra. Tanto, que La Voz hacía que se las enviaran a su mansión de California. El Museo del Barrio, dedicado al arte latinoamericano, y el Museo de la Ciudad de Nueva York también quedan en esta zona cercana al East River.
Al otro lado , junto al Hudson, se levanta el West Harlem, con la Universidad de Columbia –dueña de todos los edificios que rodean el campus, dentro y fuera de él–, el diner de la popular serie televisiva Seinfeld, el Barnard College (para chicas) y la Catedral St. John the Divine, una gigantesca y desproporcionada réplica de un templo gótico.
La tumba del general Ulysses S. Grant y las piscinas del Riverbank State Park son otros puntos de interés en esta zona poblada por profesores y estudiantes, donde se levantan la mayoría de los edificios históricos del barrio, como la Morris-Jumel Mansion (cuartel general de George Washington durante la revolución americana), el distrito histórico de Jumel Terrace (con la llamada Sylvan Terrace, casas de madera de dos plantas construidas en 1882 en las antiguas caballerizas de la mansión) y la Hispanic Society of America. Una joya fundada por el hispanista Huntington en 1904, con una impagable biblioteca y una colección de arte que incluye obras de El Greco, Goya, Sorolla o Zuloaga. Aquí, en la calle 155, la sociedad dedicada a difundir la cultura española lucha por sobrevivir en el Alto Manhattan, donde los turistas no pasan de las iglesias de la 125. Lo dicho, Harlem merece más que unas cuantas horas.
La Marqueta:
Marqueta en ‘spanglish’ significa Mercado. Este espacio fue creado por el alcalde Fiorello La Guardia en el año 1936 con la intención de agrupar en un mismo espacio a todos los puestos callejeros ambulantes. Hoy sigue funcionando tras su renovación en 1996. Mitad cubierto, mitad al aire libre, en él podemos encontrar prácticamente de todo pero destacan las múltiples variedades culinarias procedentes de toda Latinoamérica. No es de extrañar, ya que nos encontramos en Spanish Harlem, situado bajo el Metro North de Park Avenue (entre calles 110 y 116). Abierto entre semana.
Little Mexico:
Por la calle 116 de Manhattan hay un agujero, un salto tremendo, una especie de cambio en el espacio.
Los markets se vuelven abarroterías. Los carritos de Hot Dogs se transforman en señoras con ollas cocinando tacos y tamales. Los McDonald’s se convierten en “El charrito mexicano”. Las chaquetas se vuelven ponchos y las caras de los hombres se pueblan de mostachos. Ya no bebes Coca-cola en El Barrio, bebes Boing de Guayaba y tequilas de colores. El súper no huele a transgénicos tomates enormes sino a chile poblano y queso de Oaxaca. En El Barrio estás back in Mexico.
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